martes, 7 de abril de 2015

LAS COSAS DE CUCHARES


En la isla del Guadalquivir se verificaba una tienta de becerros, y a ella habían sido invitados los íntimos del ganadero, que por cierto era un célebre y entendido criador de reses de primer cartel. Curro Cúchares constituía como torero la única excepción, pues los convidados eran todas gentes ilustradas y de pluma; y así, que espectadores meramente pasivos como Curro, habían tomado posesión de una carreta colocada en medio de una inmensa llanura, para desde ella ver cómodamente y observar los lances de la tienta.
Estaba nublado el cielo y como con aparato de lluvia primaveral; y para evitarse una mojadura cada quien se había provisto de su paraguas, que en caso de variación de temperatura pudiese servir como quitasol contra los rigores de Febo, que ya en esa época deja sentir sus ardientes rayos. Todo era broma y jolgorio entre los ocupantes de la carreta; discusiones sobre las arrancadas y recargues que hacían los becerros al tentador, así como encomios de las colleras de derribadores, que del rodeo, establecido allá a lo lejos, sacaban las reses destinadas a la prueba, dándoles alcance a todo correr, para terminarlo con el trepe de rigor que a veces, si consistía en la caída de costado, otras, y eran las más aplaudidas, finalizaba con total vuelta de campana, que malparaba al becerro, dejándole como entontecido del golpe.
De pronto y como impulsado por una idea que requiriese manifestación inmediata, se levantó Curro provisto de su enorme paraguas de canónigo, esto es, de aquellos que en lo antiguo se llamaban así y que eran una enorme máquina de varillaje dorado, con vara de metal fortísimo y terminada en blanco puño de marfil en forma de muletilla, un paraguas, en fin, de rica seda grana, bajo cuya media naranja podía cobijarse una familia. —¡Jacerme lao,—dijo. —¿Pero donde vas, hombre? —A una cosa... —¡Pues no, no bajas, porque te conocemos y vas a hacer alguna diablura, y es una tontería que nos des el rato exponiéndote!... —¡Pero, home, dejarme dir, que no ez coza de cudiao!—Y así diciendo, saltó por encima de unos y otros y cayó en tierra, echando á andar en seguida y sin volver la cara. —¡Pero, Currito,—le decían sus amigos, —no seas majadero; vente, hombre, vente; ¿qué vas a hacer?  Curro, sin mirar atrás, contestó: —¡Que too se ha de decir! ¡Pus voy a una necesiá menor

—¡Aquí, hombre, aquí, junto á la carreta!.. Nada, que no hacía caso, y allá se fue lejos a hacer su menor necesiá; mas evacuó la cita con tranquilidad absoluta, y adoptando entonces una postura fachendosa, apoyado el paraguas sobre la cadera izquierda, cruzada la pierna derecha con la otra y la mano diestra en la cintura, quedóse mirando hacia el rodeo. —¡Currito,-le gritaban,—vente ya; no nos machaques más tiempol Y Curro sin hacer caso. — |Currito, acaba de venir y no nos des un mal rato! Y Curro, por toda contestación y a cada nueva llamada, levantaba la mano derecha, pero sin volver la cara, y significaba con la acción que aguardasen. En esto un bravo becerro había salido del rodeo y con más pies que el fuego, corría como alma que lleva el demonio, y tras él la collera de garrochistas. E l peligro podía ser cierto, entonces y, ante este temor, las voces de súplica a Curro redoblaron; pero Cuchares, impávido, sin moverse de su sitio ni variar de postura, cuando más, volvía a su movimiento de mano para significar que aguardasen.

El becerro vio a Curro que en medio de aquel anchuroso paraje le desafiaba con su indiferencia, y le puso los puntos como suele decirse. Redoblando su vertiginosa carrera, con la baba de la rabia en la boca, impetuoso y á la vez decidido a apoderarse de aquel extraño bulto, iba acortando las distancias, percibiendo aún más, no solo el infante, que como estatua le aguardaba, si que también las voces que a Curro daban sus amigos para que no comprometiese un lance. Pero ¡aquí de la gracia e inteligencia de Curro! que ya tenía estudiada de antemano su habilidosa defensa para divertir a todos y probar que su genio taurómaco improvisaba suertes en cualquier ocasión y con especial pretexto. A unas seis varas ya el becerro, Curro cambia de posición y, sujetando el puño del enorme paraguas con la mano derecha, y con la izquierda puesta sobre el anillo del varillaje, esperó la acometida: no se hizo aguardar esta, y en el momento mismo en que el becerro humillaba para tirar el derrote, corrió la mano izquierda y se abrió repentinamente el paraguas, haciéndole tal espanto á la res aquel enorme engaño, que dio un brinco de lado y huyó como si hubiese visto una máquina infernal. Carro, que tenía suspenso el ánimo de sus amigos, reía como estos a reventar, de la gracia, tan luego terminó felizmente el lance, y dirigiéndose entonces hacia la carreta, fue recibido con abrazos, burras y plácemes, el gran inteligente, que una vez más había probado su suficiencia artística, donde no había olivos ni aceitunas con que taparse.

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