viernes, 31 de octubre de 2014

ANTONIO PINTO


He aquí un lidiador de quien la afición actual apenas si tiene noticia, no obstante haber sido uno de los mejores picadores de su época, de aquella época en la que la bonita y arriesgada suerte de varas, se practicaba e i toda su pureza, según las reglas fijadas por Illo y Montes en sus tratados de tauromaquia, de aquella época en que los públicos admiraban y aplaudían el primer tercio de la lidia con tanto o más entusiasmo que la suerte suprema de aquella época, en fin, en que los picadores de toros, conscientes de su valía, se contrataban independientes del matador y, por consiguiente, salían a la plaza en condiciones de cumplir fielmente con su deber sin tener que sujetarse a las caprichosas órdenes del amo. 

Y, en realidad, nada tiene de extraño que el aficionado moderno apenas se dé cuenta de que existió tal diestro, pues los historiadores del Arte fueron parcos en demasía cuando de Antonio Pinto se ocuparon, y el que más, le dedicó en sus libros media docena de líneas y éstas no fueron ciertamente patentizadoras de sus hazañas. Nació el lidiador de quien nos ocupamos, en Utrera (Sevilla), el 14 de Noviembre de 1826. Hijo del famoso picador Juan Pinto, le venían de abolengo la gallardía y la destreza, y desde muy niño se desarrolló su afición al toreo, lo que contrarió el deseo de sus padres, que viéndole despejado y con actitudes para el estudio pretendieron apartarlo de la profesión del autor de sus días costeándole una carrera; pero la vocación imperó y desde 1845 comenzó a figurar su nombre en carteles de las plazas andaluzas actuando en novilladas y como reserva en las corridas de toros. 


En Madrid se presentó en 1850, actuando durante la temporada en tres corridas, una en tanda y dos de reserva. En estas corridas se mostró animoso y cumplió como bueno, más los aficionados acostumbrados a las magníficas faenas de Juan Gallardo, José Muñoz, Ceballos y el tío Lorenzo Sánchez, apreciaron en el joven Pinto excelentes condiciones para llegar a ser un buen picador de toros, pero al mismo tiempo comprendieron que necesitaba ejercitar más para alternar dignamente con sus compañeros Así lo entendió también él, alejándose voluntariamente de la plaza madrileña, a la que no volvió hasta pasados tres años, actuando en tanda con José Sevilla en la 21 corrida (el 30 de Octubre de 1853) para picar los toros Cocinero y Vanidoso (retintos), de Muñoz y Bañuelos, y Venao (negro), de Aleas. A estos toros les dio 26 puyazos y sólo sufrió dos caídas. ¡Lo mismo que ahora! El púbico premió con grandes aplausos su voluntad y adelantos en la carrera, y el notabilísimo crítico D. José Carmona y Jiménez hizo del picador la breve y encomiástica semblanza que sigue: «Ni alto ni bajo, ni grueso ni flaco, tiene la fuerza donde debe tenerla, en el brazo y en las rodillas. Su cuerpo y el del caballo son uno solo; busca la suerte en el terreno conveniente y hiere y castiga como el que más. Es de lo más florido que hay en su clase». 

El espada Francisco Arjona, Cúchares, le ofreció muchas corridas y tuvo con él gran amistad, pero estas relaciones se enfriaron no poco por el hecho siguiente: En la ro.» corrida de 1854 en que se lidiaron ocho toros de Aleas, Bañuelos, Rubio y Paredes, por las cuadrillas de Cúchares, Cayetano Sanz, Manuel Arjona y el Tato, salió en 5 ° lugar el toro Castaño (alchinegro, de Rubio) que se mostró cobarde en principio y costó trabajo prepararle para las varas. Pinto esperaba para entra en suerte, y Cúchares, impaciente por creer que el picador remoloneaba, indicó a Matías Muñiz que avisase al picador. Se llegó a él Matías y le dijo: — ¡, Señor Antonio, que si quiere usted picar»!, a lo que contestó el picador: – « ¡Mira, le dices, a tu maestro que a picar he salido, lo que no quiero es hacer títeres»! Arreó al caballo, entró en terreno comprometido y puso tres varas en un momento, siendo en las tres derribado. La lección no se la perdonó Cúchares en mucho tiempo. No toreó en Madrid en 1855, pero lo hizo en muchas corridas de Andalucía y Extremadura contratado por las empresas casi siempre, pues conociendo su habilidad como jinete y su pericia para salvar los caballos, los empresarios veían en él un defensor de sus intereses al propio tiempo que un entusiasta de su profesión que procuraba agradar al público. De su seriedad y pundonor da idea lo ocurrido el citado ario en Almendralejo. Para el mes de Septiembre, organizó un aficionado sevillano dos corridas en aquella ciudad extremeña, y desde luego contrató como picadores a Antonio Pinto y a un tal Sebastián Ruiz; después ajustó a Cúchares y fuese porque éste llevara su cuadrilla completa, o lo que es de presumir más acertadamente, porque aún durase la enemistad del año anterior, pretendió fuesen eliminados del cartel dichos picadores. Fácil fue convencer a Sebastián Ruiz, pero no así a Pinto, que se hizo fuerte con su contrato y no hubo más remedio que admitirle al lado de Federico Calderón y Juan de Fuentes, picadores que llevó Cúchares. 


Se lidiaron el primer día reses de Rueda (antes de Lesaca), y fueron tan certeros al herir que mataron 17 caballos de los 24 que la empresa disponía; sólo quedaban siete para el día siguiente, y aquí el conflicto, pues la cuadrilla se negaba a torear si no se aumentaba el número de jamelgos; recurrió el empresario a Antonio Pinto y éste convenció al Alcalde y a sus compañeros de que había caballos suficientes, terminando por decir: — «Y si nadie quiere acompañarme picaré yo sólo toda la corrida». No hay que decir que echó el resto, y con tal ahínco trabajó, que salían los toros de la suerte sin tropezar al caballo; los compañeros, heridos en su amor propio, hicieron lo mismo, y terminó la corrida quedando aún en la cuadra dos caballos ilesos de los siete preparados. Hay que hacer constar que Pinto sólo se dejó matar el que montaba al picar el último toro. Rasgos de este carácter podía citar muchos más si el espacio me lo permitiera, pero los estrechos límites a que tiene que reducirse el artículo hacen que se termine más a la ligera de lo que sería mi deseo Su fama de buen picador de toros se extendió por toda España y era solicitado de empresas y matadores; sostuvo competencias con algunos compañeros, siendo uno de los que más le disputaban las palmas Juan Álvarez, Chola, al que venció en noble lucha ante los toros. Su afición por el Arte le llevó hasta estoquear algunos toros sin despejarse del incómodo y pesado traje de picador. Llegó a cobrar por su trabajo 1.200 y 1.400 reales, cantidad fabulosa en aquellos tiempos. Percances tuvo muy pocos de importancia en su largo tiempo de picar toros. Agregado a la cuadrilla de Manuel Arjona Guillén tomó parte en las Corridas Reales de 1878 y 1879. Figuró en la cuadrilla de Antonio Carmona, el Gordito, y con él trabajó durante las temporadas de 1880 a 84, después continuó contratándose suelto para las corridas de Andalucía, y Luis Mazzantini le llevó a torear a Cádiz el 26 de Abril de 1885. Desde esta fecha toreó poco; ya viejo y arrumbado se fue retirando de las plazas hasta que lo hizo definitivamente, falleciendo en su pueblo natal, Utrera, el 27 de Diciembre de 1890. Fue el último sobreviviente de aquella pléyade de jinetes que tanto brillo dieron al primer tercio de la lidia en la segunda mitad del siglo pasado, contribuyendo con sus arrestos y voluntad a fomentar la afición al espectáculo.

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